Monday, December 26, 2011

VICIO DE MATAR

Sumaron, esta vez, ciento doce.

Pedro pensaba que muchos de aquellos hombres condenados a muerte no eran consciente del fin predestinado que tenian ya sus vidas, que creian que sus sentencias eran una falsa, un juego para entretener a las masas enardecidas,que no era posible que se cumplieran los dictamenes que habian escuchado, fria y crudamente, de abogados, fiscales y jueces improvisados desconocedores de las leyes y de los metodos mas elementales para hacer justicia, que habria, al menos, una apelacion de sus casos, una peticion de clemencia de los altos dirigentes para demostrarle al pueblo la buena voluntad de La Revolucion Cubana.

Pedro sintio pena por aquellos hombres que iban a morir sin remedio y una gran preocupacion por su hermano Juan, porque, a Juan, se le habia pegado el vicio de matar en el foso de los laureles.

Twitter: @RuizDNovelas

Google: ruiz duran, novelas y cuentos

Thursday, September 17, 2009

REFLECCION

El ómnibus se desplaza como si rodara sobre algo blando y acojinado. Era una experiencia agradable viajar en tan confortable vehículo. Los pasajeros, en su mayoría gente de pequeños pueblos, caseríos y campesinos, no estaban acostumbrados a tan delicado trato cuando dejaban el terruño para viajar. Sobresaltos, rugidos y golpes causados por las pésimas condiciones de los vehículos que hacían tramos cortos, los huecos en las vías y las irresponsabilidades de sus choferes era de esperar al poner los pies en una “palangana”, guagua generalmente vieja y sin comodidades. Bastaba mirar los rostros de los pasajeros del “Ómnibus Menéndez” para comprender como se sentían. Unos dormitaban o simplemente descansaban los ojos con una expresión de bienestar dibujándose en sus caras. Algunos conversaban animadamente de temas baladíes, como es costumbre cuando se trata a personas extrañas; otros se hallaban inmersos en la lectura de un libro, una revista o un documento abstraídos del mundo dentro y fuera del vehículo. Los más miraban el curso a veces tortuoso, a veces recto de La Carretera Central, o a la verde campiña cubana, como si nunca hubieran visto el campo, como si nunca sus ojos hubieran contemplado un plantío de retoños de cañas, una cañada en cuyo fondo pastaba confiada una vaca, un chivo, una yegua y su potrillo. Y es porque el paisaje rural de Cuba nunca aburre, menos cuando se pasa de tierra colorada como la sangre a negra como el carbón, de valles a montañas, de naranjos en flor a hermosos sembradíos de tabaco, de extensos potreros a sombreadas arboledas, en cuyos bordes se alza, casi siempre, un humilde bohío, alrededor del cual una campesina bien podía ocuparse en tender en los alambres de la cerca la ropa al sol, o verse a una guajirita doblada sobre la ventana queriendo arrancar un clavel, una rosa, una clavellina silvestre que por casualidad creció entre los arbustos del jardín, o a niños felices correteando detrás de una escandalizada gallina y sus pollitos.

REFLECCION

Monday, August 31, 2009

Lo mismo y lo mismo

Era como una letanía de la que no podía sustraerse. En todas partes y por todos los medios de difusión se hablaba de los mismo: de gusanos, de burgueses, de metas de producción, de trabajo estudio y fusil, del imperialismo yanqui y de La Revolución. A las seis y media de la mañana llegaba al Parque Central con el periódico que había comprado en los portales adyacentes y se sentaba en alguno de los bancos a leer, buscando en las páginas del matutino alguna noticia interesante o algún tópico cultural interesante. Pero siempre se escribía sobre lo mismo: de gusanos, de burgueses, de metas de produccion, de trabajo estudio y fusil, del imperialismo yanqui y de La Revolucion. Para colmo, en los postes del alumbrado del parque habían instalado bocinas para seguir martirizándolo con lo mismo. No había escape ni para los ratones que vivían en las alcantarillas; hasta allí llegaban los gritos de lo mismo y lo mismo: de gusanos, de burgueses, de metas de producción, de trabajo estudio y fusil, del imperialismo yanqui y de La Revolución.

NOSTALGIA

Rodrigo Rodriguez Recordaba claramente el último día en su casa de Ranchuelo. El oficial de emigración llegó sin previo aviso, como lo hacían siempre y por sorpresa.
“Recojan alguna ropa que voy a sellar la puerta”, dijo el esbirro al entrar como perro por su casa en el inmueble, arrastrando y vapuleando un sillón sin el menor respeto por los moradores, mirándolos cínicamente mientras se mecía en el mueble donde se había sentado él por treinta años para oír las noticias matinales antes de irse al trabajo, disfrutando sádicamente verlos nerviosos, desconcertados, temerosos del destino imprevisto que cambiaría sus vidas en unos minutos.
Cecilia, como siempre, estuvo más serena que él, que no atinaba que ropa ponerse ni que papel encontrar para el hombre con ojos de hurón pidiéndolos envuelto en una cortina de humo.
“Estoy apurado”, dijo el maldito sin estarlo, gozando sus bajezas.
“¿No hay un poco de café en esta casa?” le gritó a Cecilia cuando la vio salir apurada de una habitación con las dos blusitas que debía mostrarle al esbirro antes de meterlas en la bolsa.
Entonces Rodrigo perdió la paciencia, pues, si de cojones se trataba, los de él eran los más grandes de Ranchuelo.
“¡Aquí no tomamos eso!” mintió ásperamente por ella, con los nudillos de ambas manos apretados sobre las caderas y con los ojos grises, antes intranquilos, ahora inmóviles y chispeantes de ira.
El hombre escribió algo en sus papeles sonriendo, pero a Rodrigo le importaba un pito lo que hiciera en aquel momento, siempre que no se atreviera con ellos, en particular con Cecilia.
En el patio, las tres gallinas se asustaron al verlo llegar corriendo, y cometieron la imprudencia de ir a meterse dentro de la jaula abierta donde solían dormir y donde él las encerraba por la seguridad de ellas por la noches, pues los gatos del vecindario estaban pasando las de Caín por el racionamiento de las piltrafas de carne y porque las lagartijas habían desaparecido después que se acabaron las moscas, que ni mierda tenían ya que comer. Una a una fue arrojando las gallinas al patio de su vieja vecina Evangelina por encima de la cerca de alambres y soltó al sinsonte que encontró pichón y lleno de hormigas tres años atrás debajo de la mata de ciruelas, el cual le pagó con creces el favor alegrándole las mañanas con sus trinos y silbidos. “¡Adiós, Pancho!” se despidió de la avecilla, que, desconcertada, daba brinquitos encima de la jaula sin atreverse en que rumbo volar o si se quedaba. Pero él lo espantó con un manotazo al aire, pensando que nadie lo cuidaría como lo cuidaba él, que le hervía huevos dos veces a la semana, le daba de comer pan con leche e iba al campo a recoger las semillas de cundiamor que tanto le gustaba picar. El pajarillo voló hacia la misma mata donde naciera, y por última vez lo oyó cantar, quizás llorar, su despedida. Después abrazó al perro, qué le lamió una oreja con cariño y después se puso a gimotear como si comprendiera.
Cuco ya estaba viejo, demasiado viejo para tener el valor de abandonarlo a su merced en el momento que más lo necesitaba. Entonces, en uno de sus impredecibles arranques, entró a la casa y, decidido se enfrentó al oficial, policía o chivatón o lo que fuera con estas palabras:
“¡Aguante esos papeles porque no nos vamos!”
“¿Qué?” preguntó el esbirro arrugando el entrecejo.
“Que no nos vamos, tan simple como eso”.
El policía debió pensar que había perdido la razón, pues, en vez de enfadarse, le preguntó calmadamente y con un tono de sarcasmo, exhalando los últimos humos de una bocanada.
“Pero, ¿y por qué?”
“Por mi perro. Porque ese pobre y viejo animalito no se puede quedar abandonado en el patio, se moriría de hambre y de tristeza”.
“Déjelo en la calle y despreocúpese de ello, si está viejo pronto se morirá y terminado el cuento”.
“¿Está usted loco o es…?”
“Yo hablé anoche con Evangelina”, lo interrumpió abruptamente Cecilia, sabiendo que iba a llamar hijo de puta o maricón al esbirro “y me dijo que pasáramos a Cuco a su patio. No te preocupes, sabes que lo quiera tanto como nosotros”.
Bajo las protestas del hombre, que los amenazaba con hacerles perder la salida si no se apuraban, se encargó de pasar al perro al patio de su vecina, dándole precisas instrucciones con los ojos humedecidos de lo que le gustaba y no le gustaba al animalito, diciéndole además que, cuando tumbaran a Fidel, regresaría y le pagaría con creces el favor que le estaba haciendo, teniendo Cecilia que halarlo por la manga de la camisa para obligarlo a volver a la casa, donde, impaciente, los esperaba aquel hombre con el sello que debía pegarle a la puerta ya mojado en las manos.
Lo hizo sonriendo y con sadismo, disfrutando cada instante de la operación de pegar sobre los bordes en unión de las dos puertas, un comunicado que anunciaba que la casa se había quedado confiscada por la Reforma Urbana. Dentro se quedaban los recuerdos, las risas, los llantos de los hijos que allí se criaron, los humildes bienes por los que habían luchado. Todo se los quitaba por el simple hecho de querer abandonar un país que se desangraba a raudales por las heridas que le infringía un tirano más totalitario y cruel que el precedente, que era un niño de tetas comparado a Fidel Castro. La humilde casa de Lao Caballero #25, Ranchuelo Las Villas, Cuba, quedó sellada para Rodrigo para siempre con todos sus recuerdos dentro, porque así la seguía imaginando y porque así la quería recordar siempre, aunque hubieran pasado ya treinta años

Saturday, July 25, 2009